La Calavera de San roque

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Celia Carvajal lleva un velo negro que difícilmente deja ver su rostro. Como un ánima en pena recorre el patio de El Carmen Alto para contar su historia. Ella vivió hace muchas décadas en San Roque, ubicado en el Centro Histórico de Quito, en la época en la que los padres aún decidían con quién compartirían su vida sus hijas. “Cuando tenía 17 años mi padre me casó con un hombre llamado Adán González, que tenía muchísimo dinero”, cuenta mientras sostiene una vasija con una vela dentro. El hombre no sabía que Celia estaba enamorada de un joven de su misma edad, algo que lo diferenciaba del marido, pues él sobrepasaba los 40 años. Los jóvenes no terminaron su relación a pesar del matrimonio de la chica. Al contrario, se las ingeniaron para verse cada vez que el esposo salía de viaje, pues su oficio de mercader lo obligaba ir a ciudades como Riobamba, Guayaquil o Cuenca. La muchacha incluso no veía a su marido por meses.


Pero las miradas en un barrio tan popular eran varias y muy curiosas. Las vecinas y beatas siempre estaban pendientes de lo que hacía el resto y las comunicaciones por esos tiempos no eran las mismas de ahora. Había que enviar cartas o mandar el mensaje con algún conocido, algo demasiado peligroso. “Mis vecinos en todo se fijaban, no sabía cómo encontrarme con mi amante”, dice Celia. La muchacha entonces tomó una olla de barro de la cocina, le hizo tres huecos -como para simular la imagen de un rostro cadavérico- y le puso una vela dentro para darle más misticismo a la imagen. Cuando el marido salía de viaje, ella se cubría el rostro con un velo, tomaba la calavera y paseaba por la parte alta de su casa, “la movía de un lado a otro”. Esa era la señal que Alberto - su amante- recibía para sus encuentros furtivos. Los vecinos estaban aterrorizados, creían que un espíritu rondaba por el barrio, o que era el mismísimo Satanás listo para llevarse a algún cristiano cuando menos se lo espere. “Incluso llamaron al Arzobispo de Quito que vaya a bendecir mi casa”, relata entre risas. Pero de un momento a otro todo cambió: la curiosidad de los niños pudo más que cualquier superstición. Se escondieron detrás de unos matorrales y vieron todo lo que pasaba en la casa de Celia. El encuentro con su amante. “Estos niños le contaron todo a mi esposo. Absolutamente todo”, dice la mujer entre sollozos. Adán González no reclamó en ese momento, prefirió el silencio para armar un plan más elaborado. Unos días después volvió a despedirse de su esposa por un nuevo viaje. “Me pidió que le prepare uno de los caballos más fuertes porque se iba a demorar meses”, cuenta. Como a las 9 de la noche y calculando que el marido se encontraba lejos de casa, Celia tomó la calavera, una vez más, y la movió de un lado a otro. Alberto llegó a sus brazos enseguida. Sin embargo, dentro de los mismos matorrales donde se escondieron los niños se ocultó el marido. Enfurecido, Adán salió con un cuchillo y le asestó varias puñaladas al amante. Huyó enseguida. “Unos dicen que se fue a Colombia”, relata Celia. Llena de pena por su pérdida y por el temor a las malas lenguas del barrio se enclaustró en uno de los monasterios de la ciudad. Allí lloró la muerte de su amado Alberto y nadie supo más de Celia. La calavera también dejó de aterrorizar a los vecinos por las noches.

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